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Calle Juan de Arfe

Con el célebre edicto de los Reyes Católicos hecho público el 31 de marzo de 1492, se decretaba la expulsión de todos los miembros de la raza judía del suelo hispano, repercutiendo su marcha en el aspecto económico en todas las ciudades, incluida la nuestra, que cayeron en una situación de carencias y miserias sin cuento. A partir de entonces y con el paso del tiempo, se irían borrando del callejero capitalino nombres con la raigambre de «Cal de la Judería», «Cal de la Sinagoga», «Cal Silvana», «Cal de Rodesneros» o «Cal de Revilla». En ésta última nos encontramos en el día de hoy, y por si algún lector lo duda, puede ver un primitivo rótulo con la denominación de «Revilla» al principio de la misma. Efectivamente estamos en la antigua calle Revilla, hoy titulada de Juan de Arfe. En los planos de León correspondientes al siglo XVI aún aparece con dicho nombre, permaneciendo así hasta finales del XIX. Según parece el abuelo de nuestro protagonista, don Enrique de Arfe, tenía una casa en la calle Cardiles a comienzos de la centuria del XVI, cuando dicha vía formaba parte de la antigua Revilla. Quizá fuera este el motivo por el que se decidió cambiar su nombre, pasando a ser Juan de Arfe. Por si algunos de ustedes aún estuvieran despistados, diremos que nos hallamos en pleno Barrio Húmedo. ¿Verdad que ahora ya nos situamos mejor en el plano callejero urbano de la ciudad? La calle, de mediano trazado, es una de las que desembocan en la plaza de San Martín. Típica y peatonal, está totalmente impregnada de ese embrujo tan característico que todos asociamos al famoso Barrio Húmedo, conocido en los últimos tiempos incluso «allende de nuestras fronteras». Su trazado recto y peatonal entra en una apreciable pendiente cuando la calle casi toca a su fin, al enfilar la cuesta bautizada en homenaje a Los Castañones. Pese a su limitado trazado y estrechez, a excepción de ese final donde el lado derecho no guarda paralelismo con el izquierdo, la arteria se encuentra plena de alicientes de todo tipo. ¡Para qué vamos a hablarles de la gran cantidad de bares y tabernas que jalonan su «mojado» recorrido! Y por si fuera poco, la oferta lúdica y turística queda enriquecida por el rehabilitado Palacio de Jabalquinto. Las viviendas que conforman nuestra vía pertenecen sin duda a épocas pasadas, de características similares por lo general y plenamente identificadas con este festivo entorno. Así presentan una estampa bella y habitual, enriquecida con alguna pequeña joya urbana como los balcones de hermosos herrajes, pescantes o galerías en las casas, adornado todo el conjunto con artísticos y estilizados focos de iluminación. En otros tiempos de arraigadas creencias religiosas, era en estos balcones donde se encajaban los faroles que iluminaban las procesiones, procurando una nota de fuerte emotividad estética y religiosa a todo este entorno.La magnífica casona que se encuentra al inicio de la calle por su mano derecha, cuya rehabilitación finalizó en el mes de marzo del año 2000, sirve para albergar a diferentes galeristas que exponen aquí sus depuradas laborales artesanales. Es el lugar donde se agrupan los bautizados con toda propiedad como «Artesanos de la calle Juan de Arfe». Igualmente se ha habilitado un local unos metros más adelante, para acoger a otro pequeño conjunto de artesanos. En ambos recintos podemos admirar desde figuras de cartón-piedra hasta talleres de vidriería, encuademación, restauración de tapices, pinturas sobre seda, dibujos, esculturas, etc. En fin, toda una serie de productos artísticos que nos hablan bien a las claras del talento de los trabajadores que encuentran su cobijo en nuestra calle del día. Esta casona, conocida como Palacio de los Marqueses de Jabalquinto, es la típica mansión noble leonesa del siglo XVII. Su fachada presenta dos plantas: la primera de piedra y la segunda de ladrillo, apreciándose en ésta los ladrillos separados por una ancha capa de cal, según costumbre inveterada en las construcciones provinciales de aquel entonces. Sobre su portal luce un balcón volado y a su lado escudo en piedra, identificado por un rotundo blasonado que nos habla de glorias pasadas. El espléndido conjunto muestra, por varias y sugestivas evidencias, que fue realizado por canteros y albañiles de excelente mano maestra.
Vamos con los nombres propios. Los Marqueses de Jabalquinto eran, respectivamente, don Francisco de Quiñones de Lanzas y Mayorgas, último descendiente del séptimo conde de Luna, y su esposa, doña Elena Cavero y Montalvo, de la familia de los Enríquez. El palacio fue, durante el agitado año de 1869, lugar casi público de conjuras y conspiraciones. En sus sótanos, hoy en día ocupados por dos reconocidos comercios hosteleros, se celebraban reuniones nocturnas presididas por la señora marquesa. Allí se juntaban, a la luz de oscilantes candelabros, el beneficiado de la Catedral, don Antonio Milla, con otros personajes de conocidos apellidos locales: Acevedo, Valbuena, Ruiz, Rico, Patinas, etc. De aquel grupo conspirador surgió la plana mayor del carlismo leonés, representado en León por el clérigo don Antonio Milla y en Palencia por don Pedro Balanzátegui, que por cierto también fue alcalde de nuestra capital. Boinas rojas y margaritas en la solapa se constituyeron en el santo y seña de los conjurados, frente a los milicianos realistas y liberales que defendieron León. En este lugar pudo dilucidarse la suerte de nuestra ciudad en aquella época, sino fuera por el dramático final que se resolvió en los campos que hoy se conocen como Eras de Renueva, una vez abortada la revuelta de los legitimistas y ultramontanos leoneses. Todo el edificio rezuma, en fin, el encanto romántico de otros tiempos y otros ideales ya caducos.
Más que hablar de un protagonista en concreto, que en nuestro caso sería Juan de Arfe, debiéramos referirnos a su familia, un linaje de grandes artistas llegados a León desde las lejanas y frías tierras alemanas. Porque los Arfe procedían de la pequeña localidad de Harff, cerca de Colonia, hasta que el primero de la estirpe, Enrique de Arfe, se estableció en León hacia el año 1506. Platero de reconocido prestigio, trabajaría en las custodias de las catedrales de Toledo y León, además de elaborar numerosos crucifijos y otros objetos de culto.
La opinión generalizada entre los críticos en Arte es que Enrique de Arfe fue un maestro en el dibujo y la ejecución, dones que lograría transmitir a su hijo Antonio, ya nacido en nuestra capital. Entre su múltiple producción artística destaca, sin duda, la custodia de la catedral de Santiago de Compostela, Ese foco de irradiación cultural al que acuden, año tras año, miles de peregrinos que emprenden su particular «Camino» desde todos los confines del mundo. Al igual que su padre Antonio, Juan de Arfe y Villafañe vino al mundo en León, durante el año 1535. Con él se cerraba ese extraordinario trío de plateros, conceptuados por los especialistas como los más importantes del siglo XVI en España. Tras adquirir los primeros conocimientos artísticos gracias a las enseñanzas de su progenitor, iría a perfeccionar su técnica a la Universidad de Salamanca. Allí seguiría complejos estudios anatómicos, bajo la dirección del maestro Cosme Medina. Sin abandonar las fronteras de la Comunidad, Juan de Arfe pasaría de Salamanca a Valladolid, por entonces ciudad de enorme cosmopolitismo y residencia de afamados artistas españoles y extranjeros. Allí contrajo matrimonio con Ana Martínez, perteneciente también a una destacada familia de orfebres. Siendo aún muy joven, pues no había cumplido los treinta años, el cabildo de la catedral de Ávila le encargó la realización de una custodia para el templo de la ciudad de Santa Teresa.
Esta obra, considerada una de las más perfectas y preciosas que pueden verse en nuestro país, le llevaría a Juan de Arfe unos cuantos años de riguroso trabajo. Pero el esfuerzo mereció la pena, a la vista de la excepcional calidad del sagrado ornamento. Sería entonces reclamado por el cabildo de la catedral de Sevilla, con la solicitud de labrar otra custodia para el magno templo de la ciudad de la Giralda. En la capital andaluza se estableció por un tiempo, trasladando su taller e incluso a la propia familia. Sevilla era por aquellas fechas la receptora de los barcos que llegaban cargados de metales preciosos, provenientes del recién descubierto Nuevo Mundo. Juan de Arfe realizó en aquel lugar su auténtica obra maestra, que podemos admirar en la exposición del tesoro catedralicio, además de entablar una estrecha amistad con don Francisco de Pacheco, suegro del pintor Velázquez e importante humanista. Fruto de estas nuevas relaciones fue, sin duda, su dedicación al arte en calidad de tratadista y escritor. En Sevilla publicaría «De varia commesuración para la Escultpura y Architectura». Una obra en la que pretende «solamente juntar de todos los autores que mejor acertaron estas artes, solo las reglas necesarias para labrar artificiosamente la Plata y Oro, y otros metales… que antiguamente no había diferencia de los artífices que ahora llamamos Esculptures y Architectos a los que ahora son plateros».
En Burgos, su siguiente destino a partir de 1590, se produjo una curiosa anécdota a propósito de las convicciones de Juan de Arfe sobre su condición de artista, narrada por el erudito Fernando Llamazares. Al parecer la cofradía burgalesa de San Eloy, patrón de los plateros, le ofreció portar su pendón, a lo que el leonés se negaría. Llamado a capítulo por la Real Chancillería de Valladolid, Juan declaraba que no podía llevar dicho pendón pues era «escultor de oro o plata o arquitecto, no platero».
El año 1596 fue nombrado ensayador de la casa de la moneda de Segovia, además de ser requerido por Felipe II, gran admirador del orfebre, para una serie de delicados trabajos. Así remataría el dorado de varias estatuas talladas por Leoni para el Monasterio del Escorial, destinadas a embellecer los enterramientos de las «reales personas». Posteriormente, labraría sesenta y cuatro bustos-relicarios de santos y mártires, instalados en el altar Mayor del mismo Escorial. A la muerte de Felipe II, el rey «prudente», sería nominado tasador oficial de las joyas y objetos preciosos dejados por el monarca en herencia.
Hombre polifacético y emprendedor, Juan de Arfe también grabaría en plomo el retrato de Alonso de Ercilla que aparece en la primera edición de «La Araucana». Y todo ello, naturalmente, sin abandonar sus múltiples encargos en distintos puntos de la geografía hispana. Por ejemplo, a él se deben las custodias de Burgos, Osma y la perteneciente a la antigua y madrileña parroquia de San Martín. Antes de terminar sus días será llamado por el nuevo monarca Felipe III, para quien elaboró una fuente y aguamanil de plata dorada y esmaltada. Asimismo, participaría en el proyecto para el panteón familiar del todopoderoso duque de Lerma, destinado al templo vallisoletano de San Esteban. Pero poco después, el dos de abril de 1603, fallecía en Madrid el gran orfebre Juan de Arfe, miembro más destacado de un linaje de plateros que han dado gloria artística a León.


Fuente: Diario de León

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