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Calle San Juan

A partir de los años cincuenta comenzaría a poblarse de pequeñas casitas adosadas lo que hasta entonces eran campos comunales situados extramuros de la ciudad, donde pastaba el ganado en hermosos prados y se obtenía rica fruta de las verdes huertas. Era lo que se conocía y conoce como El Ejido, zona que se cubriría en su mayor parte con cooperativas de viviendas como fueron las de «Jesús Divino Obrero», «San Carlos Borromeo» y «La Virgen del Pilar». Refugios urbanos que irían acogiendo, en gran medida, a las familias que vinieron desterradas de aquellos pueblos montañeses que empezaron a ser cubiertos con el agua de los nacientes embalses. En apenas dos décadas desaparecieron los radiantes e idílicos campos, ocultados por hileras de casas adosadas con dos plantas y semisótano, catalogadas en su día como de protección oficial. Aunque con el paso del tiempo, algunos de los herederos se encargarían de hacer un excelente negocio y convertir las primitivas viviendas en todo un lujo, acorde con el nivel de vida que comienza a disfrutarse en los primeros compases del tercer milenio. El campo ameno y deleitoso que circundaba la capital se vio cubierto de ladrillo y cemento, absorbido por nuevas barriadas llenas de calles y pequeños o grandes edificios. Así es como nace esta calle de San Juan, en pleno barrio del Ejido y constituyéndose como una de sus más largas y principales arterias. Como es natural dada su juventud, apenas muestra alguna resonancia histórica, pero en cambio sí que está bautizada con el nombre de un personaje tan emblemático como San Juan. Tanta fue la prisa por construir en aquellos años del desarrollismo que, desgraciadamente, se olvidaron de dejar algún espacio verde que oxigenara el entorno y sirviera como área de ocio y descanso para la vecindad. Será la extensa zona de La Granja, habilitada como lugar de deporte, esparcimiento y ocio, el único rincón de la barriada en que no se ha edificado, si bien está situada al borde del mismo barrio. Y todo ello a pesar de que aquí se inauguró, un 9 de septiembre de 1945, el que fuera Estadio de el Ejido, campo de fútbol del equipo local capitalino y escenario privilegiado donde la Cultural y Deportiva Leonesa conseguiría, un 10 de abril de 1955, nada menos que ascender a la tan ansiada Primera División del balompié nacional. Una hazaña realizada con don Antonio de Amilivia y Zuvillaga como presidente.
Pero volvamos a la calle de San Juan y situémosla en el mapa urbano capitalino. Se inicia en la vía que recuerda a los heroicos Daoiz y Velarde, concluyendo su largo y recto trazado en una ligera pendiente, ya en el entronque de las calles de San Pedro y La Serna, dentro de un amplio cruce de caminos que altera la tranquilidad de la zona debido al ruido y los humos procedentes del tráfico rodado. Al compás de aquella corriente ideológica del franquismo que pretendió enraizar los valores del trabajo y la tradición cristiana del pueblo español, esta arteria, y algunas otras de su entorno, recibiría el nombre de uno de los grandes Padres de la Iglesia. Su caserío no se diferencia apenas del habitual por estos lares: casas unifamiliares adosadas, más o menos enriquecidas y reformadas, conformando un panorama pleno de vitalidad urbana, con viviendas de mayor altura y variable enjundia estética en su inicio y final. Todo ello, en definitiva, integrando un paisaje muy diferente al de un siglo atrás, cuando apenas era un arrabal integrado escasamente por un centenar de habitantes. En la actualidad ha crecido hasta devenir en un extenso barrio con enorme peso urbano y social en este León que se adentra en el esperanzador siglo XXI. Quizá la pequeña nota discordante de la vía la ponga el gran edificio que ocupa los números 5 y 7 de la calle, ocupados por el Colegio de la Virgen Blanca, antigua Filial del Instituto. Inaugurado en el curso de 1966 por el entonces cardenal Arcadio Larraona, acompañado para la ocasión por el prelado de la diócesis, don Luis Almarcha Hernández, y el alcalde capitalino, don José Fernández Llamazares, además de otras autoridades locales, oficiaría una misa y dirigiría unas breves palabras a los fieles, para el día siguiente emprender viaje de regreso a su tierra guipuzcoana. Aún volvería tres años más tarde a visitar el colegio, saludando a las religiosas por la Alianza de Jesús y María, las «Aliadas», que se encuentran a cargo del mismo. El nombre de Juan aparece en multitud de casos dentro de la bella historia correspondiente a la primera época del cristianismo. Así tenemos a San Juan Apóstol o Evangelista, el venerado «San Juanín», que fuera uno de los discípulos más queridos de Jesús y a quien se atribuyen, dentro del Nuevo Testamento, hasta cinco libros diferentes. El más destacados de todos ellos es, sin duda, la famosa «Apocalipsis» redactada durante el último tercio del siglo I y que se ha visto plasmada en los más relevantes géneros de las Bellas Artes. Pero antes de que San Juan Apóstol elevara a la categoría de leyenda a sus apocalípticas profecías, existió otro Juan que está bastante más relacionado con nuestra capital, pues su fiesta se celebra precisamente el día 24 de junio, y a quien está dedicada nuestra calle protagonista. Un hombre santo y austero, venido al mundo poco antes que el Salvador, y cuya peripecia vital se relaciona con la estirpe de profetas que tuviera la patria hebrea hasta el nacimiento de Jesús. Esta nomina de personajes míticos, a medio camino entre la leyenda y la realidad, ya pronosticaron la venida del Mesías, «el ungido», con varios siglos de anterioridad al año 1º de nuestra Era. Sin pretender efectuar un listado exhaustivo de los profetas que presagiaron la llegada de un Hombre-Dios que redimiría los destinos humanos, surgen por su importancia nombres como los del profeta Isaías que ya habló del «germen de Yahveh» en el siglo VIII a.C. Por su parte, tanto Ezequiel como Jeremías pregonaron la dignidad real del elegido, asignándole tanto un poder político como religioso. Finalmente, es Zacarías quien trata más a fondo la figura del Mesías, añadiendo una serie de detalles que se corresponden sorprendentemente con la vida de Jesús. Por ejemplo, su entrada a lomos de un pequeño y dócil equino. El último en esta cadena de profetas hebreos fue nuestro San Juan Bautista, nacido en el mismo año 1 aunque unos meses antes que Jesucristo. Era hijo de Zacarías e Isabel y fue consagrado a Dios desde sus primeros días, retirándose al desierto en la adolescencia para hacer vida de eremita. Allí se entregaría a los rigores de la vida sobria y ejemplar, alimentándose de langostas y otros animalitos que apenas podían sobrevivir a tan desnudas y áridas soledades. Conocido por su santidad como «la voz que clama en el desierto», el año 29 d.C. abandonaría su retiro para instalarse en las orillas del río Jordán. Lugar donde predicaría con absoluta convicción la venida del Mesías Salvador, logrando que multitud de sus vecinos judíos le pidieran el bautismo. De ahí nace precisamente el sobrenombre de Bautista con el que ha pasado al santoral cristiano, e incluso afirma la tradición que el propio Jesucristo quiso recibir el bautismo de las aguas del Jordán, impuesto por la mano de nuestro protagonista. Llevado de la estricta moral cristiana de aquella primera época, San Juan Bautista se ganaría la inquina de las autoridades al protestar enérgicamente contra la unión carnal e incestuosa que mantenía Herodes Antipas con su propia cuñada, de nombre Herodías. Su actitud le valió ser encerrado en una prisión, aunque éste no fue el peor de los castigos que habría de recibir. Porque en este momento de la historia aparece el personaje de Salomé, la hija de Herodías. Afirma la tradición que esta famosa bailarina estaba enamorada del Bautista, y al no poder satisfacer sus libidinosos deseos, pidió a Herodes la muerte de San Juan, para que acto seguido le sirvieran su cabeza en una bandeja de plata. Un drama sobre el que Osear Wilde, el escritor irlandés, redactaría una inmortal obra de teatro. Lejos de fabulaciones, San Juan Bautista falleció en el año 31 de nuestra era, mientras que su festividad es noche de hogueras y solsticio.


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