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Plaza de Santo Martino

Siempre la hemos conocido así, y son muchas las generaciones de leoneses que la hemos visto de la misma forma a través de los años, dormida y pasiva, como agazapada e indiferente al demoledor paso del tiempo. Forma parte de la castiza barriada de Santa Marina, el antiguo «barrio de la nobleza» leonesa, integrándose la modesta Plaza de Santo Martino en el ennoblecido recinto de rancio sabor leonés y muchas historia a sus espaldas. Pero ahora, con los albores del tercer milenio, y tras una reforma integral de la plaza y sus alrededores, ha supuesto un cambio muy necesario y beneficioso. Aunque, para equilibrar la balanza, también ha conllevado la pérdida de ese regusto a «tiempos pasados» que mantenía. Tuvo antaño los nombres de Veterinaria, Liceo, Santisidro, San Froilán, San Miguel y quizá algún otro que nos haya quedado aparcado en la neblina de la memoria, hasta recibir definitivamente la denominación de Santo Martino. Abierta a la inmediata Plaza de Puerta Castillo, en ella concluyen la calle de los Descalzos, Sacramento y Abadía. Probablemente y ciñéndonos a este entorno, los nombres que más suenen a los lectores sean los de San Froilán y Veterinaria. El primero de ellos lo tomó en su tiempo del hospital del mismo nombre que fue fundado en el lejano siglo XII, formando parte de los siete centros sanitarios que tenía por entonces la ciudad. Eran tiempos de peregrinaciones y el hospital de San Froilán, ubicado justo al lado y dependiente de los canónigos de San Isidoro, atendía a los caminantes y peregrinos que llegaban a la ciudad en su periplo espiritual hacia Compostela y la tumba del Apóstol.
Se tiene noticias de que, a finales del siglo XVI, el hospital de peregrinos pasaría a ser convento de Franciscanos Descalzos, de ahí el nombre de la calle cercana, estableciendo los monjes su cenobio en el citado edificio y pasando a ser los dueños del mismo en el año 1602, según la cesión efectuada por el entonces obispo de León, don Juan Alonso de Moscoso. Durante la «francesada» se utilizaría nuevamente como hospital y cuartel, funcionando de este modo durante algunas décadas. Pero con el decreto de exclaustración fueron desalojados los monjes y se instaló el Liceo, transformándose en centro literario y recreativo. En 1802 sufriría un grave incendio y más tarde se habilitó en el recinto la Beneficencia leonesa, hasta que en 1859 lo haría la Escuela de Veterinaria, nombre que como dijimos anteriormente también tomaría la plaza. Allí permaneció hasta el año 1932, cuando regresó al lugar de su fundación en el edificio de San Marcos.
Años más tarde su lugar sería ocupado por el popular Instituto Femenino de Enseñanza Media «Juan del Enzina», trasladado al final de la década de los años sesenta a un nuevo edificio de la calle Ramón y Cajal. En estos locales se instalaría el actual Instituto Nacional de Bachillerato «Legio VII», uno de los enclaves con mayor raigambre educativa de la capital. El actual Instituto pasaba de ser sección delegada del Instituto Juan del Enzina a Instituto Nacional Femenino N° 2, y algún tiempo después, en marzo de 1972 y a propuesta del director don Alfredo García, adoptaría el nombre definitivo de Legio VII. Con entrada por la plaza y prolongación en la calle Abadía, se construyó en 1982 un nuevo edificio.
Mirando a la plaza y cercana al Instituto encontramos la vieja capilla del antiguo convento, único elemento que sobrevive del recinto original y pieza datada a finales del siglo XVIII.
Perteneció, en el siglo XIX, a la primitiva Escuela de Veterinaria que utilizo la iglesia como museo. La misma fue cerrada al culto en 1970, cuando se desplomó un trozo de su cornisa sin que, afortunadamente, se produjeran desgracias personales. Hasta aquella fecha la capilla se utilizaba para celebrar provisionalmente los cultos de la parroquia de Santa Marina, inmersa por entonces en una amplia y necesaria reforma. En la actualidad, el vetusto y venerable recinto religioso sirve como archivo del inmediato Archivo Histórico Provincial, adscrita al Ministerio de Cultura e integrada con el edificio de la Cárcel Vieja, en ella se custodian actualmente más de 7 kilómetros de documentos.
La otra gran referencia religiosa del enclave se encuentra en las dependencias isidorianas que dan a la plaza. Porque en el siglo XVI se realizaron importantes obras en San Isidoro y su claustro, aparte de construir un nuevo convento que miraba hacia la plaza. Uno de los escasos restos que perviven de aquella abadía es su puerta de entrada, grande y de fría apariencia, cuyos trazos neoclásicos nos remiten al estilo arquitectónico tan habitual en el siglo XVIII español. Al acceder al patio se observan otras dos portadas de superior categoría artística, mirando una hacia la abadía y otra en dirección al claustro. Allí se estableció décadas atrás la División de Derecho del Colegio Mayor Universitario, hasta la creación de la cada vez más reputada Universidad leonesa. Se cierra el conjunto, ya con vuelta a la calle Abadía, con el establecimiento que acoge al Centro de los Oficios, fundado en el año 1986. Sirve como taller de aprendizaje de los alumnos, siendo el casco histórico su principal ámbito de actuación profesional. A destacar, en su recinto, la verja de hierro que hasta el año 1968 limitaba el atrio del templo isidoriano. Se completa la plaza con algunas casas tan destacadas como las que hacen los números 7 y 14, luciendo esta última en su portada la fecha de 1926.

Para hablar de nuestro protagonista Santo Martino habría que preguntarle a don Antonio Viñayo, gran estudioso del personaje en cuestión, así que nos limitaremos a ocuparnos de tal menester en la forma más breve y precisa posible. Este varón sabio y santo nacería en la propia capital leonesa, o en su alfoz, entre los años 1120 y 1130. Siendo aún muy niño, «pusiéronle sus padres a aprender las sagradas letras», en lo que fue una determinación que le acompañaría el resto de su larga y productiva vida. Una vez fallecida su devota madre, padre e hijo ingresarían en el monasterio de San Marcelo, iniciándose en el campo de la cultura y la religiosidad. En el cenobio completaría sus saberes sobre los salmos, himnos, cánticos espirituales y el antifonario gradual gregoriano. Una vez pertrechado de semejante bagaje espiritual y piadoso, el luego conocido como Santo Martino sería ordenado subdiácono. Fue entonces cuando repartió sus riquezas entre los pobres, iniciando acto seguido la ruta de peregrinaciones que le llevaría a convertirse en una de las personalidades más relevantes del siglo XII. Un camino que le llevaría a Oviedo y Compostela.
Era el momento de salir de las fronteras hispanas en su persecución de lo trascendental, encaminándose a Roma durante el período de cuaresma. La tradición cuenta que Santo Martino fue recibido, en la gloriosa fecha de Pascua, por el propio pontífice. Desde allí partiría a Tierra Santa, sirviendo durante dos años en un hospital de Jerusalén. También visitaría las ciudades de Samaría, Galilea, Fenicia y Antioquía, en la lejana y exótica Siria. Posteriormente se detuvo en la cosmopolita urbe de Constantinopla, donde adquirió una casulla que luego donaría al monasterio de San Marcelo. Antes de regresar a nuestro país recalaría finalmente en París e Inglaterra, donde tuvo contacto con eminencias de la época como Pedro Lombardo, Ivo de Chartres o Anselmo de Canterbury. De nuevo en León se ordenaría como sacerdote agustino, ingresando en el monasterio de San Marcelo. Más tarde y con el propósito de endurecer su regla, pediría el traslado al monasterio de San Isidoro, habitando entre sus históricos y venerables muros el resto de su vida. El humilde aposento de Santo Martino estaba situado junto a la hoy conocida como cámara de Doña Sancha.
Tal como refleja uno de los manuscritos, el santo leonés comenzaría a redactar, allá por el año 1185, los dos volúmenes de su obra, titulados Concordia entre el Viejo y el Nuevo Testamento. Parece ser que escribía sobre tablas de hueso y auxiliado por siete clérigos amanuenses, que pasaban posteriormente los escritos al pergamino. Aunque sus afanes no se limitaban a la oración y el estudio, pues según narra el Tudense también dejó dos monumentos arquitectónicos que él mismo ordenaría construir: una capilla en honor de la Santísima Trinidad ubicada en el claustro-cementerio, además de otro oratorio dedicado al Santo Cristo que estaba encima del Panteón Real de San Isidoro, en lo que antes fue tribuna regia.
Justo en los inicios del año 1203 y cuando Santo Martino presintió la inminencia de su propia muerte, llamó al prior y siguiendo los dictados de la regla agustina, le entregó todas sus posesiones materiales. En este caso, la llave de la capilla de la Trinidad y la correspondiente a la cámara de la torre. Al atardecer del día 12 de enero recibió la visita del inspector de torres de la ciudad, a quien bendijo y comentó: «Ve hijo a guardar las torres que te son encomendadas, y cuando esta noche, la primera vez que oyeres tañer las campanas de este monasterio, dirás el pater noster y rogarás a Dios por mi… esta noche saldrá mi ánima del cuerpo». El testimonio de Pedro el Torrero fue recogido por don Lucas de Tuy, quien escribiría la documentada biografía de Santo Martino. Al entierro de tan noble y reputado varón acudiría todo el pueblo de León, tanto judío como cristiano, portando candelas encendidas como último testimonio de homenaje. Los restos de nuestro protagonista fueron enterrados en la Real Colegiata de San Isidoro, su casa durante tantos años, mientras el nombre de Santo Martino comenzaba a aparecer en distintas conmemoraciones litúrgicas y lecciones de breviarios, confirmando la trascendencia de tan relevante personaje. En cuanto al manuscrito original de su obra, encuadernado en dos volúmenes, se guarda también en el archivo isidoriano.
Pasarían más de trescientos años hasta que el día 12 de enero de 1513, coincidiendo con la festividad de Santo Martino, se abrió su sepultura en un solemne acto que contó con la presencia del Nuncio de su Santidad, el clero leonés, la nobleza y el pueblo llano. Ante tantos testigos apareció su cuerpo intacto, revestido con los ropajes para la celebración de la santa misa. Pero al tocarle, se convirtió en polvo. Sus reliquias reposan al día de hoy en una arqueta que se conserva en el altar mayor de San Isidoro, como último testimonio de una de las más importantes personalidades religiosas nacidas en tierras leonesas.

Fuente: Diario de León

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