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Calle San Ignacio de Loyola

Aunque en nuestra ciudad el nombre de San Ignacio de Loyola no signifique gran cosa y se asocie a otro personaje más del santoral cristiano, la celebración de la fiesta en honor del insigne fundador de la Compañía de Jesús siempre ha sido motivo de comentario. Seguro que muchos ciudadanos aún recuerdan los festejos que durante años la colonia vasca afincada en León celebraba el último día de julio y siguientes en homenaje al patrón de su tierra, ceremonial que solían efectuar por todo lo alto en aquel añorado Bar Azul.
Igualmente es de recordar la solemnidad con que dicha fecha se conmemoraba por los conocidos «jesuítas», hoy en el colegio que un 12 de octubre del año 1969 comenzara una andadura que llega hasta nuestros días, al lado mismo de ese prometedor Campus Universitario. Con anterioridad habían ocupado locales en la que es iglesia de Santa Marina, en otro tiempo colegio de la compañía, o en el gran monasterio santiaguista de San Marcos.
La llamada Carretera de Caboalles, término prácticamente en desuso aunque aún pueda leerse en las viejas placas que conservan dicha rotulación, surgía desde el fielato instalado en la misma esquina con la actual avenida de Quevedo y llegaba hasta La Magdalena y Caboalles de Abajo, donde moría. También llevaba a la localidad de Villablino, distante unos noventa kilómetros, y por ese nombre se la conocía. Aunque es y sigue siendo la C-623.
En abril del año 1957, siendo alcalde don Alfredo Álvarez Cadórniga, se adoptó la resolución de dar el nombre de avenida de San Ignacio de Loyola a la parte de la Carretera de Caboalles que partiendo de la bifurcación con la antigua Carretera de León a Villanueva de Carrizo, la actual avenida de San Andrés, conducía hasta la finalización del término municipal capitalino. La cosa hasta aquí está más o menos clara, pero antes de continuar hemos de comentarles una pequeña anécdota a propósito de su denominación.
En tiempos más reciente, pues nos estamos remontando a un 8 de abril de 1976, ocupando el sillón municipal José María Suárez González, la Comisión de Cultura presentaba una propuesta haciendo constar «la conveniencia de que a los alcaldes de este Ayuntamiento que ejercieron su función a partir del año 1939 tengan una calle con su nombre, en reconocimiento a la entrega que hicieron al servicio de la ciudad».
La propuesta sugería, entre otras cosas, la desaparición de las denominaciones dadas a la avenida de La Magdalena y San Ignacio, sustituyendo la totalidad de su trazado por el nombre de don Alfredo Álvarez Cadórniga. La citada propuesta fue aceptada por unanimidad… pero ahí quedó la cosa.
Situándonos entonces en la que actualmente es avenida de San Ignacio de Loyola, diremos que la misma comienza en la Glorieta Carlos Pinilla, concluyendo después de un largo y en muchos casos recto trayecto en el pueblo de Azadinos, poco después del cruce que salvando las vías del ferrocarril lleva a la localidad de Villabalter. Gran parte de su lado izquierdo está ocupado por el barrio de Pinilla, con viviendas que en régimen de cooperativas fueron promovidas por la Obra Sindical del Hogar a mediados del siglo pasado.
Se inicia dejando a mano derecha toda una institución académica, no ya tanto de la barriada bautizada con el mismo nombre del titular de la Glorieta, sino de todo este entorno antaño obrero y de fuertes raíces ferroviarias. La zona ha evolucionado en nuestros días hasta adquirir rasgos comerciales, populosos e incluso residenciales, dentro de lo que en un primer momento fue un modelo de «ciudad jardín».
Por el contrario, la acera de nuestra izquierda se ve poblada de los ahora típicos chalecitos que de alguna manera recuerdan la antigua y característica fisonomía urbana de este sector ciudadano. En cualquier caso la calzada es amplia, ocupando un extenso tramo de su lado derecho hasta el patio del Colegio Público Quevedo.
A continuación, el recorrido se verá jalonado por múltiples y vistosos edificios de considerable y variable altura, que nos van a acompañar por este lado durante un largo trayecto.Así nos iremos adentrando en el paisaje de esta considerable y atractiva avenida de San Ignacio de Loyola.

Al llegar a la altura del número 27 se destaca claramente el colegio y la iglesia de la Divina Pastora, las entrañables «Pastorinas», un emblemático inmueble de corte poliédrico y hormigón gris que ha acogido a distintas generaciones de alumnas, provenientes de toda esta zona obrera y trabajadora. Para rememorar la historia de las Madres Franciscanas de la Divina Pastora, pues ese es el nombre «oficial» de la congregación, debemos centrarnos en la personalidad de Ana María Mogas Fontcuberta, su fundadora. Una mujer entregada a sus ideales cristianos y que renunció a una posición social acomodada para volcarse en Dios y en el servicio al prójimo, con calle dedicada en esta capital.
Natural de Granollers, Ana María residió en la capital catalana, Barcelona entre los años de 1841 a 1850, cuando el liberalismo inherente a la primera revolución industrial transformaba las formas de vida en la capital catalana. Atraída por la actividad religiosa, trabará amistad con dos monjas capuchinas, de la orden terciaria, que permanecían exclaustradas para dedicarse a la educación de niños y jóvenes.
Una ocupación que cautivó a nuestra protagonista, decidida a consagrar su vida a los más necesitados como luego demostró con todas sus acciones.Así, en el año 1850 se trasladaba a la localidad de Ripoll para ocuparse de la enseñanza y caridad con las clases medias y humildes de la población. Estaba integrada en un grupo de religiosas que, bajo la dirección del Padre Tous, resolvieron constituir una asociación que viviera las reglas de las capuchinas, a la que pusieran bajo la advocación de la Divina Pastora, y que por tanto han celebrado en elaño 2000 el 150 aniversario de su fundación.
Al año siguiente fueron reconocidas como Congregación, siendo elegida superiora la nueva madre Fontcuberta. Consideradas maestras seglares en los aspectos civiles, la muerte del dinámico y entregado Padre Tous decidirá su futuro. Al no haberse concluido por entonces la redacción de las constituciones de la nueva congregación, la madre Fontcuberta ordenó ponerse bajo la protección del ordinario de Madrid. Eminente y alta personalidad religiosa que autorizaba el 16 de enero de 1872 la constitución de las Terciarias Franciscanas de la Divina Pastora, una vez superados los desórdenes que trajo consigo la agitada revolución de 1868.
La congregación de monjas llegaría a León en 1945. Primero se instalaron en la casa sacerdotal de San Francisco de la Vega, más tarde se fueron a Trobajo y después a la calle Relojero Losada, siempre avecindadas en este entorno obrero. Finalmente las Pastorinas, nombre con que al parecer fueron bautizadas por el ingenioso periodista Lamparilla, se instalaron en el actual edificio entre las calles de San José y San Ignacio de Loyola, desde el que siguen preconizando su vieja filosofía de amor y sacrificio.
Algunos aún recordarán aquellas celebraciones que, en homenaje a la Divina Pastora, tenían lugar en nuestra ciudad. Cuando se acababa el correspondiente novenario, a modo de piadoso remate final, salía una procesión de la iglesia de San Francisco, característica por el orden y la devoción mostrada por los numerosos asistentes. Tras anunciarse la salida con cohetes, que se repetían luego en la Plaza Mayor, se iniciaba una comitiva en la que se incluían estandartes, niños y niñas de primera comunión, carros engalanados y la imagen de la patrona Divina Pastora.
A uno y otro lado de la procesión figuraban numerosos congregantes y otras personas devotas, portando velas encendidas. Su paso era presenciado con silencio y respeto por muchos miles de leoneses.

Siguiendo nuestro caminar y pasada la iglesia de las Pastorinas a la altura del cruce con la calle Esla entramos en otra panorámica urbana, significada por las casas de las cooperativas de Viviendas sindicales que siempre caracterizaron a la barriada. Ya nos encontramos en el término municipal de San Andrés del Rabanedo, localidad donde se incluye otro importante tramo de nuestra arteria protagonista, caracterizado por las ajardinadas y mínimas isletas que nos acompañan en el recorrido hasta llegar al número 73, donde se ubica el conocido Hospital San Juan de Dios.
Este moderno y eficaz complejo sanitario, que pronto entrará en un proceso de ampliación, fue inaugurado a finales del año 1968 para la atención y cuidado de los disminuidos físicos. Tuvo su origen en la cesión que de los terrenos hicieron unos particulares a la Orden de los Hermanos de San Juan de Dios, para que abrieran un hospital en nuestra ciudad.
En la actualidad, convertido en toda una institución dentro de la capital, mantiene un concierto con el Insalud para la prevención y cuidado de todo tipo de enfermedades. Justo enfrente y hasta ese punto kilométrico de la C-623 señalado con el número 2.
Pasado el Hospital San Juan de Dios, una glorieta sirve para regular el tráfico de vehículos en este frecuentado sector, con salida al moderno polígono de Eras de Renueva. Poco después la carretera sigue su curso, cruzando el Canal de Carbosillo y perdiéndose entre naves industriales que se ubican junto a espacios vacíos, algún núcleo habitado y cierto número de establecimientos hosteleros que gozan de merecida fama. Y así, hasta finalizar en el cercano pueblo de Azadinos.

Nacido en Azpeitia en 1491, Ignacio era el último de los trece hijos e hijas que tuvo el noble Beltrán Yáñez, señor de Oñaz y Loyola. Al igual que otros muchos jóvenes que seguían la carrera militar en aquella época protagonizada por los fabulosos Reyes Católicos, el guipuzcoano se convirtió en un hombre de armas, justo hasta cumplir los 30 años de edad. En 1521 los franceses sitiaron la plaza de Pamplona, hiriendo gravemente en las dos piernas al capitán Ignacio, que se encontraba entre los defensores. Rendida la ciudad, los galos curaron al noble maltrecho e incluso le llevaron en litera a su casa.
Después de ser intervenido por los cirujanos estuvo a las puertas de la muerte, aunque logró salir con bien de semejante trance, con el único recuerdo de una visible cojera que le acompañaría el resto de sus días. Durante los largos meses de convalecencia que pasó en Loyola, Ignacio solicitó a sus familiares libros de caballería para entretener el aburrido ocio. Pero dado que no había ninguno disponible, se dedicaría a la lectura de libros sagrados y biografías de santos, como la «Vita Christi» del Cartujo y la «Legenda Áurea» de Vorágine. Decidido para entonces a tomar los hábitos y entrar en la vida religiosa, Ignacio de Loyola partiría de la mansión solariega y, a lomos de una mula, se dirigió al monasterio catalán de Montserrat, adonde llegó en 1522.
Llegado a Montserrat, hizo una confesión general que se prolongó durante tres días. Luego, tras regalar a un pobre su rica y noble vestimenta, vistió un sayal de cáñamo y ofrendó sus armas a la Virgen morena, ante la que veló toda la noche del 24 al 25 de marzo. Al día siguiente partió de la abadía. Así iniciaba San Ignacio de Loyola el místico y espiritual trayecto que le llevaría a la fundación de la compañía de Jesús.
Tras iniciar su milicia espiritual en el monasterio de Montserrat, emprendía viaje hacia Manresa, donde buscó alojamiento en el Hospital de Santa Lucía o «de los pobres». Durante su estancia en la localidad catalana, que se prolongaría desde el 25 de marzo de 1522 hasta mediados de febrero de 1523, la fama de santidad del noble guipuzcoano se extendió por toda la comarca, y no era para menos. Servía en el hospital, ayudando en las tareas más penosas; rezaba 7 horas diarias; se disciplinaba tres veces cada jornada; y, por último, se levantaba a medianoche para socorrer a enfermos y desvalidos.
También encontró un refugio propio, una cueva sita en las afueras de Manresa y cerca del río Cardoner, donde se recogía para pasar horas y horas en oración y éxtasis. Allí «el hombre del saco», como le llamaban los lugareños a causa de su aspecto desastrado y el miserable hábito que lucía, comenzó la redacción de los «Ejercicios Espirituales», que puso en práctica con su propia persona. Son innumerables las experiencias místicas y éxtasis vividos por San Ignacio de Loyola durante su estancia en Manresa.
Los largos ayunos e interminables horas de oración le provocaban visiones en las que, según su confesión, conseguía vislumbrar «la humanidad de Cristo». El éxtasis más profundo aconteció un sábado de diciembre, en la capilla de Santa Lucía del hospital manresano. El «Rapto de San Ignacio», según fue bautizado, consistió en un desmayo en el que permanecería durante toda una semana. Cuando ya se preparaban los trámites del entierro, pues se le suponía muerto, los monjes comprobaron que el pulso le latía levemente. Al fin, el sábado siguiente despertó plácidamente, invocando el nombre de Jesús. Asegura la tradición que fue durante este trance cuando San Ignacio recibió instrucciones divinas para fundar la Compañía jesuita.
En febrero de 1523 el santo abandonaba Manresa, con destino a Barcelona. Sin embargo, la huella que dejó en la población catalana permanece imborrable. Ya en 1595 se le erigió un obelisco, mientras que el año 1603 se consagraba en la «Cova» la capilla de San Ignacio, que aún puede visitarse en nuestros días. Sobre ella se levantó, a partir de 1660, una primitiva Casa de Ejercicios. El monumental edificio actual, donde pervive el espíritu visionario del genial místico, comenzó a construirse en 1894, siendo luego restaurado con motivo del año ignaciano.

Desde la ciudad de Barcelona y en el año de 1523, San Ignacio consiguió viajar a tierra Santa, siempre en búsqueda de su realización espiritual. De regreso a España, era el momento de completar su formación humanística, así que siguió estudios en la propia Barcelona, en Alcalá de Henares y en la Universidad de Salamanca, por entonces considerada como una de las mayores luminarias de la cultura europea. Luego se se instalaba en París, donde se licenciaría en artes y teología.
Afincado en la capital francesa entre 1528 y 1535, una afortunada coincidencia le llevó a conocer y entablar amistad con un grupo de hombres sabios y virtuosos, vecinos todos ellos de la barriada de Montmartre. Eran los españoles Francisco Javier, Diego Laínez, Nicolás Bobadilla y Alfonso Salmerón, así como el portugués Simón Rodríguez y el saboyano Pedro le Févre. Juntos formaron el primer embrión de la futura compañía de Jesús.
Los objetivos de los jesuitas se centraban en educar a la juventud y practicar las misiones en el extranjero. Durante un tiempo estuvieron mendigando y predicando en Italia, donde se ordenó sacerdote Ignacio de Loyola en 1537. A comienzos de 1538 pronunciaron los votos de castidad, pobreza y obediencia. Y poco después formulaban un cuarto voto, por el que se encomendaba a las sagradas órdenes del Papa.
En 1540 el pontífice Pablo III aprobaba la fundación de la Compañía de Jesús, aunque limitándola a sesenta miembros. Restricción que fue levantada, en 1550, por Julio III. Antes, en 1541 y muy en contra de su voluntad, nuestro Ignacio de Loyola era elegido superior general de la nueva institución religiosa.
A partir de la elección de San Ignacio de Loyola como prepósito general de la recién constituida Compañía de Jesús, en 1541, comenzaba la fundación de casas y colegios en distintos puntos de Europa, incluidas las ciudades españolas de Valencia, Barcelona y Gandía, sede de la primera Universidad jesuita. Así quedó organizada una orden religiosa moderna y enfocada hacia lo esencial, siempre basada en una espiritualidad recia y el afinamiento de los valores cristianos desde la primera juventud.
En 1548 se publicaron las Constituciones de la Compañía, escritas por Ignacio y basadas, según su propia confesión, en la mística experiencia vivida en Manresa. Cargados con este equipaje moral y espiritual, los cada vez más numerosos jesuitas viajaron con el propósito de extender la doctrina católica por los países de ultramar, aunque casi siempre en condiciones muy adversas.
Los hombres de San Ignacio no llevaban un hábito distintivo, sólo el talar, y debían ejercer su ministerio entre gentes indiferentes y más bien hostiles. Se puede decir, generalizando, que los jesuitas aportaron un toque de modernidad a la Iglesia, superando los viejos lastres y sistematizando los dogmas, la liturgia y el rigor de exigencia moral e intelectual para con sus propios ministros.
El año 1551 se fundaba en la Ciudad Eterna el Colegio Romano, convertido por decisión de San Ignacio en la Universidad Gregoriana. Instalado en aquella magnífica e histórica urbe, dictó una autobiografía de su vida al padre Luis Gonzalvez de Cámara y escribió miles de cartas, publicadas luego en los «Monumenta societatis Iesu». Se acercaban los días finales y San Ignacio, después de una vida de sacrificio y mística, había cumplido sobradamente con sus objetivos.
Así, según palabras del erudito don Ramón Carrete, la renuncia al mundo de los jesuitas, la humildad, la formación integral en los terrenos culturales y humanistas, forjaron un semillero de sabios filósofos, destacados científicos y hombres, en definitiva, con un firme sentido de su misión en el mundo. San Ignacio de Loyola fallecía en 1556 y en completa soledad, sin sacramentos ni bendición apostólica. No obstante fue canonizado en 1622, mientras que su festividad se celebra el día 31 de julio.
Sin embargo, la trayectoria histórica de los jesuitas no siempre ha sido un camino de rosas. Al convertirse en propagandistas de la hegemonía papal frente al poder temporal, fue creciendo una fuerte oposición hacia la orden que culminó, el año 1746, con la supresión de la misma en Francia. Los jesuitas fueron expulsados de España en 1767 y, finalmente, el papa Clemente XIV suprimía en 1773 la orden creada por San Ignacio de Loyola. Aunque las aguas volvieron a su cauce gracias a Pío VII, quien restableció definitivamente la Compañía de Jesús en 1814.

Fuente: Diario de León

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