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Mitos y leyendas

Amor en Santa Marina

Como reza el dicho «Santa Marina, gente fina….» y entre ellas se contaba la gentileza y distinción de muy nobles (de leal, no se dice nada), y hermosa dama, Doña María Ramírez de Quesada. Es cierto que la gracia y el donaire de los rebrotes de Omañas, Acuñas, Tapias, y otras bellas plantas adornaban de tal manera las calles del barrio de Santa Marina. Entre ellas, doña María Ramírez de Quesada.
Los caballeros, que en su primavera humana andaban a cultivar las flores del amor, tenían dónde escoger. Y los que desde su verano, soñaban en su primavera afectiva, también tenían motivo de tentación. Lo malo y lo peor venía, cuando al amante le llegaba el amor por partida doble. Y aquí, con Doña María Ramírez y Quesada, se dio lo malo y lo peor.
En el barrio era sabido: Don Francisco Luis Flórez Osorio y Guzmán —Vizconde de Quintanilla—, y Don Rubín de Celis —Señor del Valle del Duerna—, admiraban, y adoraban y pretendían a la bella Doña María Ramírez de Quesada.
Era el año 1660… ¡Qué tiempos aquellos para España y para León!… Mañanas siguientes a lo del fin de los Pirineos… Y vísperas de la muerte del último Rey de los Austrias.
Pero… aire dio el mes de marzo…, lluvia el mes de abril…, flores el de mayo…, y calor y mieses, el mes de julio de 1660. En el barrio de Santa Marina, otro tanto…
María era galana… Dos galanes la adoraban. Lo sabía… Ellos también… Todos lo sabían. Y aún eran conscientes de lo que podía sobrevenir. Ya varias veces se habían dicho —unas bajo disfraz y otras a cara descubierta—, que el juego debía acabar, pues las cartas estaban jugadas. Pero de quién era la partida era en lo que no estaban de acuerdo. Y así, una vez, y otra vez más, hasta aquella noche, 17 de julio de 1660.
Noche oscuro-plateada. Luce la luna y el calor azuza- Noche granada de amor. Las paneras de los nobles y de los clérigos se preparan a recibir las primeras risas de los granos de la mies nueva. Del Duerna, traerán centeno, y de Quintanilla, trigo. Pero en León también hay hoces… Calles de Santa Marina, estrechas y sensibleras, donde se oye sin hablar, y sin querer se sueña. Calles amadas de día y frecuentadas de noche, al socaire de recados y de señas convenidas… Calles por donde dos hombres no pueden pasar al par, sin tropezarse los cuerpos, ni aun ocultar sus intenciones… Algo así fue aquella noche del 17 de julio de 1660…
Por eso, en cuanto rechinaron los aceros y resoplaron los impulsos, se oyeron los gritos de la gente: «Reyerta, duelo o crimen…, auxiliad a un herido, que pierde su vida con la sangre. Justicia, que yace en el suelo y muerto debe estar, o gravemente herido».
Con una gran estocada en el corazón, por donde entró la muerte, cayó Don Rubín de Celis —Señor del Valle de Duerna—, en plena calle de la Cava de los Descalzos…
Ella —la muerte—, y muy pocas más le acompañaron a su casa, mientras el matador —Luis Osorio y Guzmán— Vizconde de Quintanilla, huía a acogerse a sagrado en San Isidoro.
También él quedó herido. Sangrando llegó a San Isidoro, y quizá por ello le acogieron, defendieron y escondieron los clérigos del Cabildo Colegial. Hasta con palos y armas recibieron a la Justicia y al pueblo, que buscaba al matador. La justicia no se puede hacer, mientras los heridos y las espadas aún sangran… ¡Vete a saber de quién es la sangre y qué espada la hizo brotar! Además, los clérigos de la Abadía defendían sus fueros de sagrado.
A pesar de todo, el pueblo se amotinó. Porque ya dice el proverbio que la sangre grita sangre, y una tumba llama a otra tumba.
Don Antonio Rubín de Celis murió… y las parcas y furias populares se despeinaron. Invadieron la Abadía de San Isidoro, con Regidores y Alguaciles al frente.
«Que San Isidoro desde su arca nos perdone… y los Reyes desde su panteón nos comprendan… Que a los señores, menos que a nadie, pueden perdonárseles sus villanías. Aquí las hay graves y por triplicado: la muerte de un caballero; la tristeza de una viuda; y el honor de una familia».
Temores y temblores sacudieron los sagrados recintos de San Isidoro. Todos los arcos románicos parecían enarcar sus ojos, contemplando llenos de asombro la irrupción. «¿Otra vez los Árabes y los Moros?», se preguntaban arriba y abajo las bóvedas. Pero con el rumor y el tumulto no se entendían. Hasta que oyeron retumbar muy fuerte:
«Desalmado malhechor, con tu misma sangre, lavarás tu ofrenta. Ningún muro debe defender al criminal que se ampara en las sombras de la noche. La justicia es más fuerte que las piedras. Justicia será hecha…».
No apareció Don Luis Osorio y Guzmán —Vizconde de Quintanilla—. Lo más extraño, y a la vez más claro, es que Don Luis Florez Osorio sanó meses más tarde, y no se le entregó a la justicia… Hubo paz entre el Cabildo de la Abadía y los Regidores. Volvieron las concordias y cortesías.
Un año más tarde (pudo ser un poco más), Doña María Ana Tendero y Ruiz de Vivar, ingresaba Novicia en el convento de las Carvajalas…
Alguien más de las casas de la calle de los Descalzos —barrio de Santa Marina—, debió entrar con ella. Mas el recuerdo del lance —que sin duda acompañó a Doña María Ana al claustro—, quedó también prendido en las calles estrechas y oscuras de Santa Marina, donde amor fue a veces, corona de amor y muerte.

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